No existe el gen de la maldad. La mayoría de la población actúa entre el bien y el mal. No cometen actos criminales, pero sí realizan hechos reprobables que se aceptan socialmente en nombre de la competitividad, el deseo o la ambición. Así es: el malo ni está loco ni es anormal, tanto si concebimos la normalidad en términos de frecuencia como si la consideramos en clave de salud mental. Se cree que alrededor de un 20% de la población actúa por sistema de un modo compasivo y respetuoso con las reglas, mientras que un pequeño porcentaje se instala en el desorden cívico y la conducta antisocial. Se califica de “individuos dañinos” a alrededor del 1% de la población, y lo que tienen en común es su peligrosidad, no su cociente intelectual, su contexto social o una enfermedad mental. Plantearnos si existe o no el gen de la maldad humana es un absurdo: la malicia es un constructo social y, como tal, no puede definirse en términos absolutos. Pensar que el hombre nace o se hace malo –o bueno– es un fraude cultural, una ilusión social, el resultado del pensamiento analítico y no del pensamiento holístico, natural. Por supuesto que pueden existir factores genéticos que establezcan una predisposición a la perversidad y a la conducta delictiva, y los factores ambientales son, sin duda, de una importancia extrema, pero no existe una determinación absoluta que libere al personaje de responsabilidad. Negar el libre albedrío nos convierte en robots, marionetas de nuestra genética y nuestro cerebro, pero la mente hace libre al individuo.
