Ahí van, sin inmutarse, sin cohibirse, sin taparse los rostros. Ahí van, oyendo los corridos al patrón. Ahí van, diríase que orgullosos, exhibiendo su apoyo, su simpatía, su homenaje al señor. Al difunto. Algunos tratan de impedir que las cámaras graben. Están enojados. Mataron a su jefe, a El Ojos. Una mujer se resigna a ser registrada por las lentes de los camarógrafos y entonces tiene su impronta de barrio bravo: muestra su dedo medio en señal de insulto. Son cientos, unos 400, que sí, aquí, en plena Ciudad de México, honran a un hombre acusado de criminal, a un hombre identificado como líder del cártel de Tláhuac. Y ahí van, gritando que se ve, que se siente, que su hombre está presente.<br /><br />Escojamos un rostro. Solo uno de estos hombres, mujeres y motociclistas que avanzan para recordar a su líder, a su patrón. En esa mirada fija se reflejaba el ataúd de madera, cargado por hombres que mostraban orgullo por llevar a su última morada al jefe, al amigo, al compadre, al narco, a ese hombre que enfrentó a los marinos que pretendían terminar con su reinado.
